En menos de una semana, incendiar locales pasó de ser vandalismo castrochavista a justificado reclamo de un país inconforme, el pedido de renuncia a un mandatario que no contaba con el apoyo de la mayoría dejó de ser dictadura de la calle para convertirse en lucha por la democracia y paralizar el país mutó de decisión irracional a acción necesaria para un cambio social. Es verdad que existen grandes diferencias entre los casos de Bolivia y Chile, pero no se puede desconocer que en algunos aspectos en los que existe similitud la comunidad internacional, en especial la derecha, ha reaccionado de forma radicalmente distinta y mostrando una gran incoherencia.

Porque durante más de tres semanas se condenó, estigmatizó y menospreció los reclamos del pueblo chileno hacia su presidente Sebastián Piñera. Hasta se llegó a hablar de injerencia de especialistas rusos en disturbios con tal de silenciar los reclamos que habían desatado el caos en el supuestamente próspero país del sur. Pero, casi en simultáneo, se empezaba a celebrar el levantamiento de los bolivianos opositores al régimen de Evo Morales y se felicitaba el papel de la policía y ejército de dicho país que había optado por darle la espalda, en lo que se puede calificar como golpe de estado, a un gobierno que recién culminaba en enero pese a que cuando se referían al caso de Chile se pedía más dureza en la represión para mantener estable a Piñera en el poder.

¿Qué hace que el reclamo de un país sea más válido que el de otro? Por supuesto en la respuesta es imposible no involucrar la ideología política. No quedan dudas que detrás de la indignación selectiva está un enorme prejuicio hacia los gobiernos con tendencia socialista. Aunque también demuestra que a un sector de la política sudamericana, ese que está compuesto por mandatarios admiradores de Trump como Jair Bolsonaro, Mauricio Macri e Iván Duque, no tiene como prioridad valorar el sentir de la mayoría sino darle legitimidad únicamente a aquello que sea favorable a la expansión de su pensamiento político.