La reciente crisis en Chile ha puesto las miradas de todo un continente en el modelo económico neoliberal que ha seguido este país durante los últimos años. Aunque a algunos economistas y políticos traten de negarlo, más de un millón de personas tomando las calles durante horas no significa otra cosa que el fracaso de esta manera de manejar la economía de una nación.

Lamentablemente, estos defensores de este modelo económico han emprendido la tarea de lavarle la cara al neoliberalismo restándole responsabilidad en la angustiante situación que viven los chilenos y sugiriendo que un cambio de modelo implicaría necesariamente imitar a Venezuela.

Esas afirmaciones, además de falsas porque el neoliberalismo sí ha tenido culpa en la desigualdad que desencadenó los conflictos entre la población y el gobierno, muestran una preocupante falta de empatía y conocimiento de la realidad entre las élites sudamericanas (formadas por políticos y empresarios) y sus pueblos. Porque han llegado a un punto en que se muestran incapaces de reconocer errores y solo se preocupan por la manera en que la economía neoliberal impacta en sus acaudaladas cuentas bancarias.

Lo que pide Chile, y el resto de Sudamérica, es una política que le de lugar a la inversión privada pero sin dejar de lado la inversión pública para que quienes no puedan acceder al primero encuentren contención en el segundo. Abrir el mercado y entregar un país a los deseos de los empresarios sin duda dará cifras positivas en un balance, pero no en la calidad de vida de la mayoría que debería ser la prioridad de un gobierno. En Sudamérica llegó el momento de hacer cambios, no para ser 'rojetes' o 'castrochavistas' sino para ser más humanos y avanzar todos.